Canicas – Adriana Untila

Aquel día hacía mucho calor, el sol estaba colocado en lo alto del cielo azul, donde no había ni una sola nube, me acuerdo muy bien porque era julio, teníamos las vacaciones de verano y mi abuelito decidió que sería buena idea ir al parque de atracciones. ¡Qué emoción! Nunca había ido antes con mi abuelo Pedro así que aquel día fue muy especial para mí, porque, además, mamá nos dejó comprar mis dulces favoritos.

El abuelito no me dijo nada respecto a las chucherías y me extrañó porque a él también le gustaban, aún así, no le pregunté nada y dejé que el día pasara envuelto en ¡muchas atracciones!

Mi momento favorito fue cuando me subí con mi madre a los coches, ella cogía el volante y yo no podía parar de reír de lo lento que iba. Vi que el abuelo nos miraba desde la distancia, mostrando una enorme sonrisa. Ese instante no lo olvidaré nunca.

Cuando volvimos a casa después de haber comprado tres helados gigantes, el abuelo me dijo que quería más dulce así que le preguntó a mamá si podríamos comprar chuches.

—-Hija, ¿no hay ningún chocolate en casa? —preguntó empezando a buscar por los cajones—. ¿Podemos ir a comprar?

—Papá, espera —vi a mami salir de la cocina para irse hasta la entrada, ahí habíamos dejado la bolsa llena de chocolatinas—, toma, aquí están las que hemos comprado hoy, ¿no te acordabas? —sonrió mostrándole la bolsa.

—Yayo… ¿te pasa algo? —susurré muy cerquita de él. No quería que mamás nos oyera.

—No es nada cielo, no te preocupes, vamos a dormir que hoy ha sido un día muy largo —me cogió de la mano mientras guardaba un conejito de chocolate en el bolsillo.

Después de aquel día en el parque, ya no volvimos más, aunque yo tenía muchas de ir y volver a montarme en aquellos coches. Los días seguían pasando y a pesar de que le repetía a mamá de regresar, me decía que no. Sin que me diera cuenta, ya habían pasado muchos meses, entonces dejé de preguntar.

El abuelito no entendía porque no nos dejaba ir, así que, en lugar de las enormes atracciones, nos íbamos al parque que estaba al lado del colegio para jugar hasta que el sol se pusiera.

A veces me encontraba con algunos compañeros de clase y nos poníamos a jugar a las canicas, en aquellos días aparecía también Pablo, ¡que bien nos lo pasábamos! Siempre le contaba al abuelo lo que hacía con Pablo, que juegos elegíamos y lo mucho que nos reíamos, pero esta vez fue diferente, él no se acordaba de mi mejor amigo.

—¡Abuelo! Mira lo que me ha regalado Pablo, ¡es una canica! —era muy bonita, con muchos colores, un poco más grande que las que tenía.

—¿Quién es Pablo, cielo? —preguntó, sonriéndome. No entendía por qué me preguntaba aquello, le había dicho muchas veces quien era y a los juegos que jugábamos.

—Yayo… Pablo es mi mejor amigo, ¿no te acuerdas? —pregunté triste. ¿Por qué no se acordaba de él?

—¡Ah! Claro que sí, cariño, un compañero de clase, ¿no?

Desde aquella conversación no le volví a hablar de Pablo, parecía como si de verdad no supiera quien era. Continuó pasando el tiempo y por fin ¡había llegado mi cumpleaños! Todos mis amigos me felicitaron y mamá me había preparado una pequeña tarta de chocolate donde le había puesto un 9 bien grande.

—Cariño, ¡feliz cumpleaños! —gritó mi madre muy emocionada mientras todos los demás empezaban a cantar. Me levanté de la silla, poniéndome de pie para que todos me vieran soplando la vela, quería que el abuelo me viera.

Cuando acabamos de comer la tarta, me acerqué y lo abracé muy fuerte, se agachó y me felicitó al oído mientras me daba mi regalo envuelto con un color azul muy bonito.

Aquello cambió cuando se acercó el siguiente cumpleaños, aquel año decidí que lo mejor sería no celebrarlo porque durante los últimos días, el abuelito se había encontrado mal y yo quería estar junto a él.

Entré a su habitación y lo vi sentado en su sillón junto a la ventana. Me acerqué hasta ponerme delante y noté que tenía la mirada muy triste, ¿estaba enfermo?

—Abuelo… ¿estás bien? —susurré para no hacer mucho ruido.

Me miró serio, como si no me reconociera, pero a los segundos cambió de expresión, regalándome una media sonrisa.

—Claro que sí cielo, ¿por qué?

—Es que… no me has felicitado y tú siempre lo haces —hoy cumplía 10 años.

—¿Por qué iba a felicitarte? —preguntó confundido, aquello hizo que tuviera ganas de llorar.

—Hoy es mi cumpleaños, ¿por qué no te has acordado?

—Lo siento cariño, feliz cumpleaños —dijo mientras me acariciaba una mejilla—. Últimamente me cuesta acordarme de las cosas.

—Oh…

Pensaba que mamá me haría de nuevo una tarta de chocolate y que el abuelo me volvería a abrazar fuerte mientras me felicitaba al oído, pero nada de eso ocurrió. Durante esa noche quería dormir y no podía hacerlo, no quería que el abuelo se olvidará de mí y que ya no recordara todos esos momentos.

El tiempo fue pasando y cada vez el abuelo se encontraba peor, había días incluso que se olvidaba de comer o permanecía al lado de aquella ventana mirando a la nada.

Un día, cuando llegué a casa después del colegio, esta se encontraba en silencio, no se oía ningún tipo de ruido salvo el pasar de los coches.

En mi mano sostenía la canica que Pablo me había regalado tiempo atrás. Algo ocurría, lo podía sentir y no quería que llegara el momento para hacerle frente. Llegué a la habitación del abuelo, abriendo la puerta con lentitud y lo primero que vi fue a mi madre, sollozando.

—Mamá… ¿qué pasa? —pregunté con cautela, sintiendo mi voz romperse.

—Cielo, el abuelo… —se levantó del suelo, permitiéndome ver una imagen de él, recostado en la cama, con los ojos cerrados como si estuviera durmiendo.

Mamá me sacó de la habitación, cerrando la puerta a la vez.

—¿Qué ocurre con el abuelo? ¿Está bien?

—Se ha ido, mi pequeña —mamá se cayó de rodillas al suelo, intentando no llorar, intentando que la última lágrima no resbalara por su mejilla.

—¿Ido? ¿A dónde? —no quería oír la respuesta.

—Con tu padre —respondió, abrazándome con fuerza. ¡No!

—¡No! ¿Cómo papá? ¡No! —grité, queriendo que esa realidad nunca hubiera existido.

Entré corriendo a la habitación, subiéndome a la cama, tocándole el hombro, intentando que se moviera de alguna manera. Aún tenía sujeta la canica, con fuerza, porque esa canica, representaba el pasar del tiempo, todos aquellos recuerdos que compartí con las personas que más quería.

—¡Abuelo, por favor no te vayas! —grité mientras miles de lágrimas salían sin control. No podía ser que el abuelo me dejara, que ya no estaría más con él.

Mi madre se acercó con rapidez hasta mi lado, intentado separarme de él, queriendo que me calmara. Mi abuelito se había ido…

Jamás olvidaré esos recuerdos que compartimos, aquellos momentos donde no parábamos de reír, donde me abrazada con fuerza y me decía que me quería. Guardaré esos recuerdos, siempre, por los dos, porque él no pudo y los cerraré con llave para nunca dejarlos escapar.