PREMIS SANT JORDI 2020 – LLENGUA CASTELLANA – PROSA

Helena Aliaga – Tras las nubes

Hacía un día estupendo. El sol brillaba radiante y el cielo, de un azul intenso, estaba manchado por unas pocas nubes. Tumbada en el jardín sentía esa agradable picazón del césped en el cuerpo y como el olor de tierra inundaba el lugar. Inspiré hondo y estiré mi mano al cielo. Parecía que, si alargaba un poco más el brazo, llegaría a tocar las nubes. Imaginé entonces el tacto suave y frío similar al algodón, pero tan vulnerable que, si tocabas demasiado, veías como se desvanecía entre tus dedos. 

De pequeña mi abuelo me habló de los guardianes de alamas, ángeles que cuidaban de nuestros seres queridos. Yo, inocente, le pregunté que cómo estaba seguro de la existencia de esas criaturas si nunca había visto alguno y él, listo, me dijo que vivían tan arriba, en las nubes, que no podíamos verlos. Me habló de civilizaciones, reinos, aventuras y batallas combatidas en la inmensidad de nuestro cielo. Y yo me lo creí. Juntos nuestra imaginación volaba lejos, imaginando todo aquello que no era real. El sueño de ver una de esas bellas criaturas me llenaba de ilusión cada día; porque cuando eres pequeño, todo lo mágico te parece real, asombroso y poderoso. En pocas palabras, te llena de felicidad.  Cuando mi madre enfermó y, un día, no la pude ver más, entendí que los guardianes se la habían llevado. Durante mucho tiempo me sentí estafada, sentía que esa magia, poco a poco, se iba resquebrajando, yo quería a mi madre conmigo y no allí arriba con ellos. Pese a todo, aún me seguía aferrando al mundo de la imaginación, tenía la esperanza de que todo aquello increíble de la magia y los cuentos no fueran simples mentiras blancas: los reyes magos, el hada de los dientes o el Ratoncito Pérez, Disney… 

A medida que crecí y comprendí realmente todo aquello, la magia terminó por resquebrajarse del todo.

Ahora, aunque no crea en seres alados, me gusta pensar que, en algún lugar, mi madre cuida de mí cual ángel guardián. Mi perspectiva cambió pero nunca dejé de creer en la felicidad.

Bajo el brazo y suspiro, nostálgica. Oigo mi nombre a lo lejos y me incorporo; mi padre me avisa que ya están en casa. Mi hermana pequeña llega corriendo y me enseña, orgullosa, el dibujo sobre el ciclo del agua que ha hecho en el colegio. Le pido que me explique y ella, ilusionada, empieza a relatar la formación de las nubes. Finalmente mi padre se une a nosotras y acabamos los tres buscando formas para los grandes algodones que parecen posar para nosotros. Sonrío y me corrijo: hoy es un día estupendo.