PREMIS SANT JORDI 2021 – LLENGUA CASTELLANA – PROSA

Helena Aliaga –  Ballet

Las luces se apagan y la sala queda a oscuras, es entonces que un foco se enciende e ilumina el escenario. Henry se encuentra en el centro. Su pequeña figura es iluminada por ese mismo foco y su rostro reluce, se le ve concentrado y seguro. Sonrío y mi corazón bombea emocionado, es la primera actuación de mi pequeño. La música empieza a sonar y él abre los ojos que hasta ahora había mantenido cerrados. Veo cruzar el miedo por su mirada y como el nerviosismo se le hace presente, su seguridad empieza a resquebrajarse. Me agarro las manos y susurro, más para mi misma que para él, que todo irá bien. Henry recorre con la mirada la sala, buscando entre la gente que apenas ve. Me levanto y sus ojos me encuentran, cerca de la primera fila. Alzo entonces los pulgares y sonrío, dándole confianza. Su pecho se hincha y lo veo relajarse, suelta el aire y sonríe también. Tomo asiento.

Empieza a moverse al ritmo de la música, su cuerpo yendo y viniendo, sus manos ondeando con delicadeza el aire y sus pies que se alzan y no tocan el suelo. La luz lo sigue por todo el escenario cual oso a la miel. Su sombra juega con él y nunca lo abandona, como si fueran cogidos de la mano, como si cuidara sus pasos. Lo veo bailar, seguro de sí mismo, concentrado nada más que en la música y en dejarse llevar por ella, brillando y transmitiendo mil emociones en su pequeño rostro. 

Mis mejillas duelen de tanto sonreír y el orgullo parece no caberme en el pecho cuando la función termina; soy la primera en aplaudir, segundos después los demás se me unen y la sala se llena de aplausos y ovaciones. Mi niño, con la respiración agitada, su pecho subiendo y bajando con frenesí, los cachetes arrebolados y la expresión más feliz, saluda y se dispone a salir del escenario. La función continua y otros niños salen al escenario, pero yo ya no miro, quedo perdida en el recuerdo. 

Recuerdo la primera vez que Henry me dijo que quería ser bailarín, tenía cinco años. Íbamos, una tarde cualquiera, de camino a natación y en el centro, el mismo donde hacía sus clases, había un estudio de ballet. Desde abajo en la piscina se podía ver, si mirabas hacia arriba, en el piso superior, como tomaba lugar la clase de baile. Ese día llegábamos un poco tarde y lo acompañé fuera de los vestuarios, luego me quedé sentada en uno de los bancos de fuera a esperarlo en vez de irme como siempre hacía. Lo observé varias veces por el cristal mirar hacia aquella dirección e imitar distraídamente algunos de los pasos, la monitora entonces le llamaba la atención y le decía que dejase de jugar. 

Al salir de la clase, de camino a casa, fue cuando me lo dijo, que le gustaría aprender a bailar para ser, algún día, tan buen bailarín como aquellas chicas. Me lo dijo con tanta sinceridad y convencimiento que le prometí, que si aquello era lo que quería, que yo no iba a impedírselo. La sonrisa no le cabía en la cara. No dejó de parlotear, sobre lo bonito que era el ballet, sobre los saltos y las piruetas, en todo lo que quedaba de tarde. Nunca lo había visto tan contento como entonces. Su padre le regaló por su cumpleaños unas zapatillas de ballet y se las pone con orgullo cada vez que baila, como ahora. 

A veces, la gente se sorprende cuando se entera que Henry hace ese tipo de danza y nos juzga en silencio. A veces, él me pregunta preocupado si está bien que le guste el ballet y siempre le respondo de la misma manera: no hay nada malo en que un chico baile, sea el tipo de baile que sea. Y sé que hago lo correcto cuando lo veo salir de clases cansado pero feliz o cuando luego, en casa, me enseña entusiasmado que ya le sale el nuevo paso que han estado practicando. 

Oigo aplausos y vuelvo al presente. La iluminación ha vuelto y la directora da por finalizada la representación. A continuación, los niños comienzan a bajar los escalones, a un lado del escenario, en busca de sus padres. Todo es un alboroto pero consigo distinguir a Henry entre el manojo de gente, coletas y tutús; viene corriendo hacia mí y se lanza a mis brazos abiertos. Nos envuelvo en un fuerte abrazo y giro con él, llenándolo a besos. Ríe, y ríe alegre, despreocupado, con los ojos achinados y con hoyuelos marcándose a los lados. 

Es en ese momento que me doy cuenta de que no me arrepiento, no me arrepiento de animarlo a perseguir sus sueños, de hacer lo que le gusta y no avergonzarse de tener gustos distintos porque lo importante es que sea feliz, y él, por ahora, lo es.