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Injusticia divina

A la classe de llengua castellana de 1r de batxillerat hem treballat, de manera voluntària, el text de creació de tema lliure. L’Enric Creus, de 1r A ha fet aquesta tan emocionant.

 

INJUSTICIA DIVINA

Andrés era un chaval de 17 años con las ideas muy claras. Ya sabía, en líneas generales, cómo quería que fuese su futuro. Ahora estaba estudiando bachillerato, requisito indispensable para la profesión a la cual quería dedicarse, que era piloto de aviación. Le apasionaba la idea de surcar los cielos, viajar a distintos países y además cobrar un buen sueldo. Sabía que no le esperaba un camino fácil, pero estaba dispuesto a sacrificarse. El verano anterior les pidió a sus padres que quería saltar en paracaídas, pero ellos se negaron y le dijeron que cuando tuviera los 18 años sería su decisión y su responsabilidad, pero ahora no.

En su futuro también entraba la idea de casarse y formar una familia. Su “hobby” favorito era la pintura y en sus ratos libres subía al estudio de la planta superior de la casa donde estaba su caballete, sus pinturas y pinceles, sus lienzos y sobretodo una enorme paz.

Su vida transcurría con normalidad, no era un estudiante modélico pero iba aprobando sin demasiado esfuerzo y el único dilema que le perturbaba era si confesarle o no, a una compañera de clase, lo mucho que le gustaban sus ojos, su sonrisa, su cabello y la alegre expresividad de su cara.

La pintura no se le daba nada mal y durante las vacaciones navideñas se propuso pintar un idílico paisaje. No entendía porque pero su torpeza con el pincel era incomprensible; se le caía cada dos por tres y no conseguía trazar las líneas que se proponía. Cambiaba una y otra vez de pincel pero el problema continuó y decidió aplazar la pintura para el día siguiente.

Al día siguiente el problema persistió y además pareció incluso agravarse. Su mano le fallaba, o bien se le escapaba el pincel o bien temblaba. Indignado, rompió el lienzo y decidió aplazar la pintura por un tiempo. Al cabo de unos días comprobó que su torpeza no se limitaba a los pinceles, pues también se le escapaban a veces los cubiertos y sus dedos ya no eran nada hábiles con el mando de la consola de videojuegos.

No les comentó nada a sus padres pensando que ya se le pasaría en unos días. Al cabo de una semana creyó que ahora, además, estaba padeciendo algún tipo de laringitis, pues sus cuerdas vocales no podían pronunciar con normalidad algunos fonemas. La torpeza persistía. Sus padres notaron su mala pronunciación y le preguntaron si acaso le dolía la garganta. Andrés respondió que no, pero que sería oportuno visitar al médico para que no se agravara.

Por la tarde fueron de urgencias Andrés y su madre. El médico que lo atendió dijo que no apreciaba ninguna hinchazón ni rojez en su garganta y preguntó a Andrés si además había notado alguna otra dolencia. Este le explicó lo de su extraña torpeza en las últimas semanas y su madre lo miró extrañada pues no sabía nada. Al médico le cambió la expresión de la cara y rellenó unos papeles para que al día siguiente fuese a un reconocido hospital de Barcelona, lejos de su pueblo, para hacerse unas pruebas.

Andrés y su madre preguntaron al doctor sobre las posibles causas y este les respondió, con previa pausa y mirada profunda: -Todavía es pronto para responder a eso. Vayan sin falta mañana a Barcelona-.

Salieron de la consulta y la madre de Andrés disimuló su enorme preocupación actuando con normalidad, pues Andrés ya estaba suficientemente preocupado. Al día siguiente, Andrés y sus padres fueron al hospital de Barcelona para hacerse las pruebas que había sugerido el doctor de su pueblo. Creían que estarían allí unas horas, pero los resultados de unas pruebas sugirieron más pruebas y otras y otras. Entre prueba y prueba, en la sala de espera, ninguno de los tres podía ya disimular su enorme preocupación.

A las ocho de la tarde los llamaron para que entrasen a un despacho. Se sentaron y observaron que tanto el doctor que estaba sentado detrás de la mesa como los otros cuatro que estaban de pié al lado de este tenían en sus caras una expresión grave y triste a la vez. El que estaba sentado se presentó como el director del área de neurología y presentó a los otros cuatro: dos eran neurólogos y los otros dos psicólogos.

En un tono suave y triste les informaron que tras las muchas pruebas, lamentaban profundamente haber de comunicarles su diagnóstico. Prácticamente no tenían dudas, se trataba de E.L.A (esclerosis lateral amiotrófica) una enfermedad degenerativa letal, por la que aún no existía curación. Andrés y sus padres se derrumbaron. Los psicólogos intentaron hacer algo pero en momentos como ese su presencia era realmente inútil.

Andrés, callado, vió como todos sus sueños se venían abajo. Ya no sería piloto, ni pintor, ya no sería nada. Tampoco se casaría, ni tendría una familia. Ya ni tan siquiera saltaría en paracaídas. ¿Que había hecho él para merecer esto?

Los médicos les contaron que progresivamente iría perdiendo movilidad. Poco a poco sus músculos dejarían de responder a las órdenes de su cerebro y luego dejarían de funcionar sus órganos internos. Y por si fuera poco, su consciencia seguiría intacta, viéndolo todo, dándose cuenta de todo. Lo normal era que el enfermo falleciera al cabo de 2 o 3 años después de los primeros síntomas, aunque en algún caso, siguiendo cierta terapia, podían vivir hasta 10 años. Nada esperanzador. Solo le quedaba la pequeña esperanza de que el diagnóstico fuese equivocado, o que todo fuese una pesadilla, pero con el pasar de los días se confirmó lo peor.

Al cabo de unos meses, al pobre Andrés, ya casi no se le entendía al hablar y caminaba con cierta dificultad. Pensaba que al menos ahora tenía la certeza sobre dos dudas que antes tenía; ahora podía afirmar con rotundidad que Dios no existe y además sabía perfectamente que no, que no debía confesar a su compañera de clase lo mucho que le gustaba.

Andrés tenía una hermana cuatro años menor que él. Para toda la familia, la enfermedad de Andrés estaba siendo traumática, ya nada era como antes.

Un año después de los primeros síntomas, Andrés se desplazaba en silla de ruedas y se comunicaba escribiendo con una letra casi ilegible y que solo su hermana conseguía leer.

Andrés planeó su liberación. A menudo recordaba un lugar donde había estado de pequeño, en un par de veces, con su familia. Era un santuario llamado “El Far”, situado al borde de un risco, con un enorme precipicio natural y unas vistas impresionantes. No estaba dispuesto a resignarse a morir en una cama de hospital, ni a pasar sus últimos días entubado con respiración artificial. Quería cumplir, aunque solo fuera por unos segundos, su sueño de volar. Su vida ya no era vida y veía con enorme tristeza el sufrimiento de su familia. Eso debía terminar.

Escribió en un papel su deseo de suicidarse precipitándose al vacío en ese místico lugar. Su hermana transmitió el deseo de Andrés a sus padres. Su primera reacción fue un rotundo no, pero con el pasar de los días, viendo la mirada de su hijo, una mirada que suplicaba el fin a tanto dolor, acabaron por aceptarlo. Sus padres, que le habían dado la vida, ahora no podían evitar su muerte, pero si podían ayudarle a escoger que clase de muerte prefería. Y Andrés lo tenía claro, muy claro, quería volar, volar por unos segundos.

Era un día laborable de invierno, y ellos casi los únicos visitantes del lugar, el día elegido. Se acercaron los cuatro al precipicio, se abrazaron fuertemente y ayudaron a Andrés a levantarse de su silla de ruedas. Andrés sonrió a sus padres y se fue con la sonrisa en los labios. Fue libre apenas 10 segundos, pero lo fue.

Sus padres y su hermana se abrazaron, sabiendo muy bien que habían hecho lo correcto. Andrés no venció al E.L.A. pero el E.L.A. tampoco había vencido a Andrés.

Enric Creus